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El periodista y escritor español Mariano José de Larra
nació en Madrid el 24 de marzo de 1809. Sensible pensador e irrefrenable
soñador, de grandes altibajos sentimentales, optimista en un principio y
desengañado hacia los fines de su vida, Larra se deja influenciar por el
espíritu neoclásico sin alejarse nunca de la vista romántica de una España
nueva, constitucional, que provea más libertades a sus habitantes. En cuanto a
este tema, José Martín señala que “El romanticismo abandonará la estética
ilustrada (las reglas neoclásicas) en
favor de plena libertad creativa, y abandonará también las tesis del despotismo
ilustrado en favor de una concepción democrática de la política” (224) y sigue, refiriéndose al escritor: “Larra
abandona el tono expositivo de la prosa ilustrada e inaugura un estilo irónico
y nervioso, pero el objetivo de sus miras coincide con el de los reformadores
dieciochescos” (224). Larra es romántico en el modo de pensar sobre España y
los españoles, convencido, hasta poco tiempo antes de su muerte, de la
posibilidad de cambiar ellos su destino. Su finalidad es despertar conciencias
por medio de la fina ironía y el sarcasmo. Su modo de escribir es normalmente
bien estructurado, sea una historia el motivo para desarrollar sus ideas
liberales o, simplemente, unas reflexiones adecuadamente presentadas y
explicadas. Estilo humorístico aparte, su arma principal es siempre
la argumentación razonable, como si fuera él un ensayista del siglo XVIII.
Mariano José de Larra fue hijo de Mariano de Larra y Langelot
y de María de los Dolores Sánchez y Castro, su segunda esposa, procedente de
Badajoz-Extremadura. Su padre, cuyas ideas influyeron en el joven Larra, era
partidario de los afrancesados y médico en el ejército de José I Bonaparte.
Entre las filas de esta tendencia política había intelectuales reformistas que,
orientados hacia Francia, aspiraban transformar España en un país moderno a
través del orden y el poder de la ley. Pérez menciona al respecto:
“El régimen josefino se correspondía perfectamente con su
ideal político [el de los afrancesados]: representaba la legalidad, el orden,
la autoridad, la seguridad de que las reformas necesarias serían introducidas
juiciosamente. Los afrancesados sentían respeto por José Bonaparte, que les
parecía sinceramente deseoso de regenerar España” (398).
Larra no era enemigo fanático de la tradición española,
sino que intentaba descartar de la mentalidad de sus compatriotas aquellos
elementos que les impedían alcanzar un nivel de vida avanzado. Los modales
vulgares entre amigos o cónyuges (“El castellano viejo”), así como los
prejuicios que regían la relación disparatada entre curas y laicos, (“Nadie
pase sin hablar al portero, o los viajeros en Vitoria”) son tan sólo algunos de
estos elementos. Por otro lado, Larra no está a favor de todas las ideas que
vienen desde el exterior; no es un ciego
admirador de la Ilustración. En cambio, pretende ser un verdadero regenerador
de su país a través de sus juicios críticos sobre lo que percibe del ambiente social
en el que él mismo vive. No se compromete con nada menos que encontrar la vía
idónea para coexistir lo español con lo foráneo, siempre con miras a contribuir
al desarrollo de España, tal como señala José Martín:
“Larra será un feroz acusador de esta falsa Ilustración
que se deja llevar por la moda y se fija sólo en la cáscara o envoltura, en el
ademán o gesto, y no en la sustancia de las cosas. Sabe de vivir en una
circunstancia concreta (la realidad española), con la que es preciso contar
para lograr una firme y verdadera Ilustración” (226).
En 1813 Mariano de Larra y Langelot se obliga a exiliarse
con su familia en Francia, a causa de la victoria de los aliados ingleses y
españoles en la Guerra de la Independencia Española. Larra es entonces un niño
de cuatro años y recibe su primera formación en Burdeos y, luego, en París
hasta la edad de los nueve años. En 1818, los Larra regresan a España, gracias
a la decisión de Fernando VII de decretar amnistía al médico exiliado y su
familia, después de la petición del hermano de Fernando VII, don Francisco de
Paula, al monarca español. Y eso, gracias al tratamiento del propio Infante por
el médico Larra, cuando él se cayó enfermo durante un viaje en Francia, y al
reconocimiento del que disfrutaba el padre de Mariano en el país del exilio.
Alma Amell nos informa que “a la vuelta del Infante en España, en 1818, éste
logró que se permitiera a Mariano de Larra y Langelot regresar con él y que
fuese nombrado su médico de cámara” (46). Este será el motivo de un nuevo
acceso de los Larra a los círculos aristocráticos, ahora, de la España
fernandina.
Después de la vuelta de la familia a España, el joven
Mariano sigue a su padre en sus viajes por varias ciudades del país. Al mismo
tiempo prosigue sus estudios, primero en la capital y después en Valladolid. En
1825, abandona la formación académica y vuelve a
Madrid. En 1827, Larra empieza a trabajar en la Inspección de los Voluntarios
Realistas. Este cuerpo de milicia, cuyos miembros eran fieles a Fernando VII y
al absolutismo, perseguía a los liberales y sus ideas sirviendo “en la
depuración de la Administración y el reforzamiento de la administración
policiaca” (Martín et al 41). Hay que tener en cuenta que, una vez terminado el
Trienio Liberal, España pasó a la década ominosa (1823-1833), durante la cual
la postura de Fernando VII hacia los liberales fue muy dura, por lo menos en
los primeros años de esta nueva etapa de su reinado. Nuevas persecuciones se
lanzaron y la censura de la imprenta prohibía un ataque directo hacia el
absolutismo. Aunque muy joven y, en consecuencia, carente de madurez
ideológica, Larra era un liberal moderado que se inspiraba en la Ilustración.
Se vio limitado, pues, por la coyuntura política a expresarse libremente tal
como iba a suceder en años posteriores. No se oponía a un sistema monárquico en
el que los poderes del rey se limitaran por otras instituciones, garantizadas
por una constitución. Así que, en lo referente a su empleo en los Voluntarios
Realistas, no sería de extrañar “que alguien con ideas realistas moderadas
militase en las filas de un cuerpo cuya característica principal era la lealtad
al trono” (Amell 50).
Desde febrero hasta diciembre de 1828 Larra se dedica a la
labor periodística con El duende satírico
del día, en el que trata con humor la vida social y política de su tiempo
firmando como El Duende. En 1829, Larra se casa en la iglesia de San Sebastián
de Madrid con Josefa Wetoret Velasco, con la que tuvieron tres hijos: Luis
Mariano de Larra, Adela y Baldomera. El matrimonio resulta en un fracaso y
termina pocos años después. La vida y la obra de Mariano José de Larra no
pueden ser percibidas suficientemente sin tener en cuenta la realidad española
tanto del siglo XVIII, con el ascenso de los Borbones franceses al trono
español, como de la primera mitad del siglo XIX y, en concreto, hasta la muerte
del periodista español el 13 de febrero de 1837. A continuación, a través de un
breve recorrido en dicho período, se presenta el contexto histórico español
que, de un modo u otro, está relacionado con Francia.
El siglo XVIII se caracteriza por los conflictos entre
las grandes potencias europeas, principalmente entre Francia y Gran Bretaña. En
España, la centuria empieza con el cambio de dinastía en el trono español: los
Borbones sustituyen a los Habsburgo. El primer resultado de esta transición es
la coexistencia de la nueva aristocracia francesa que, gradualmente, impone sus
propios gustos en varios aspectos de la vida española, y de la nobleza tradicional
austríaca. Durante este largo período se realiza el Reformismo borbónico y la
solidificación en España de lo que se conoce como Antiguo Régimen. En cuanto a
la importancia de este sistema político y de las consecuencias en las
sociedades que se estableció, nos informamos de la enciclopedia Larousse:
“El término «antiguo régimen» fue utilizado por los
revolucionarios franceses para describir el sistema social y político
establecido que derrocaron en 1789. La desigualdad era la característica principal
de este sistema: una pequeña minoría poseía tierras, las leyes fiscales y el
código penal perjudicaban a los pobres en beneficio de la aristocracia y el
clero, y los campesinos estaban sujetos al señor feudal-dueño de la tierra. En
muchos países, el vasallaje seguía siendo la principal forma de organización
social, ya que las clases dominantes trataban al pueblo como una masa ignorante
y potencialmente peligrosa, que debía estar bajo un estricto control. Incluso
en las naciones socialmente más avanzadas, la opinión pública, que comenzaba
recientemente a tomar forma, tenía poco efecto en los asuntos del Estado[1]” (176).
Dentro de este
contexto y bajo el lema todo para el
pueblo, pero sin el pueblo, el rey es el que toma las decisiones para el Estado
y sus súbditos. En la segunda mitad del siglo XVIII este sistema gubernamental
se fortalece por la influencia de la Ilustración. El Despotismo Ilustrado
fomenta la convicción que el rey es el único que puede garantizar la
prosperidad y la seguridad de su pueblo. Por eso, los cambios en la
organización administrativa y en la legislación se hacen siempre según los
gustos del monarca y con la exclusión de los gobernados de los asuntos
políticos. Todo intento, a través de revueltas y conspiraciones, de derrocar lo
que la monarquía ha establecido se suprime con ferocidad. Por añadidura, en el
Antiguo Régimen, predomina la noción que el rey es filántropo; de ahí que, como
gobernador absoluto, el monarca tenga el derecho de decidir sobre la vida o la
muerte de sus súbditos, haga funciones de juez, y concentre en su persona la
caridad, el interés por su pueblo y la justicia.
Otro aspecto de
la reforma borbónica, importante para el estudio de los artículos
seleccionados, es el regalismo. Aunque no fue invención de los Borbones, sino
que se testimonia desde la época de los Reyes Católicos, fueron ellos que se
aprovecharon de esta doctrina para limitar aun más los fueros de la Iglesia y
de los nobles. El principio de que el poder del monarca tiene su origen en la
voluntad de Dios concedía a los Borbones el derecho de intervenir en cuestiones
eclesiásticas de modo autoritario, como bien señala Durán: “La «regalía» es en
sí misma un derecho de la Corona, un derecho regio, algo que corresponde al rey
por el simple hecho de serlo” (13). Así, el regalismo les permitió expulsar a
los jesuitas de España en 1767, revisar sistemáticamente la correspondencia y
los documentos oficiales de la Santa Sede y proponer a los obispos potenciales
para que la Iglesia eligiera después los más adecuados. De este modo, los
Borbones se adjudicaron en buena parte del poder eclesiástico y gobernaron como
monarcas absolutos hasta bien entrado el siglo XIX.
En este siglo y medio los Borbones reinaron implantando
el centralismo político y administrativo. Sin embargo, la presencia de varios
ricos comerciantes, muy activos en la periferia del país, hizo necesarias
algunas transformaciones en el ejercicio de este modelo de gobernación,
principalmente, desde principios del siglo XIX. A este cambio contribuyeron los
ilustrados del siglo XVIII. En cuanto a la filosofía, el empleo de la razón se
promovió como medio de resolver los problemas humanos. Con respecto a la
economía, la teoría del librecambismo fomentaba el libre comercio y la menor
intervención del estado en las transacciones financieras. Las presiones de los
comerciantes para combatir el antagonismo económico europeo resultaron en la
apertura de nuevos centros económicos, de nuevos puertos para el comercio con las
colonias. Los Borbones no quisieron enfrentarse abiertamente con esta parte de
la sociedad, puesto que el entendimiento mutuo garantizaba los ingresos tanto
de la Hacienda como de aquellos individuos económicamente poderosos. Así los comerciantes se convertían a
menudo en financiadores del estado, a cambio de fueros y de la libertad de
negociar; paulatinamente, constituyeron una parte de la nueva clase burguesa –
minoritaria hasta mediados del siglo XIX – cuyo poder económico se diferenciaba
de la mayoría de la población. Al mismo tiempo, se hace notar una industria
próspera, principalmente en el este del país:
“En la primera mitad del siglo XIX, el hecho
diferencial [de la mala condición económica del estado] lo constituyó el
despegue de la industria textil en Cataluña. En menos de cuarenta años, entre
1815 y 1855, la industria algodonera local, hasta entonces rudimentaria, se
convirtió en una de las más importantes de Europa. En el origen de esta transformación, no se encontraban
los pequeños artesanos, que seguían entregados a sus prácticas rutinarias, sino
una minoría de grandes comerciantes y de técnicos, muy al tanto de lo que se
hacía en el extranjero, especialmente en Inglaterra. Fueron ellos quienes, en
un primer momento, introdujeron la máquina de vapor” (Pérez 445).
En consecuencia, empiezan a entreverse las diferencias
entre el centro y la periferia de España, puesto que esta última no sólo va a
ser el foco principal del comercio y fuente de ingresos para el estado, sino
también el lugar idóneo para la entrada y el intercambio de nuevas ideas. Aparte
de la clase burguesa, económicamente poderosa pero minoritaria, la sociedad
española está constituida por el monarca, la aristocracia y el alto clero, que
todos juntos forman una minoría. Por otro lado, la mayoría de la población se
compone, principalmente, de campesinos y artesanos analfabetos. En líneas
generales, la sociedad española del siglo XVIII – y eso no va a cambiar mucho
durante la primera mitad del siglo siguiente – es tradicional, conservadora y
bastante religiosa, fiel al catolicismo. La mayoría de la gente carece de la
educación básica, al mismo tiempo que las grandes desigualdades sociales se
mantienen.
En 1789, la
Revolución Francesa pone un dilema crucial a la monarquía española. Por un
lado, estar a favor de los revolucionarios provocaría el comienzo de conflictos
interfamiliares entre los Borbones
españoles y franceses. Por otro, ponerse en contra supondría la pérdida de un país
aliado contra el expansionismo británico. Como consecuencia de la rabia del
pueblo francés, el rey Luis XVI es decapitado por los revolucionarios.
Finalmente, la monarquía española elige oponerse a la Revolución por el temor
de que se propaguen insurrecciones similares por el territorio español. En
consecuencia, España pierde temporalmente un país amistoso en su esfuerzo de
impedir el imperialismo de Gran Bretaña.
Al entrar el
siglo XIX se enfrentan en España dos principales tendencias políticas: los absolutistas
y los liberales. En vía paralela con una parte de estos últimos están los afrancesados,
una elite de ilustrados a favor de reformas en el sistema monárquico y de las
relaciones amistosas con Francia. En el fragmento que sigue se puede reconocer el
gérmen de lo que unas décadas después será parte del pensamiento de Larra –
recordemos la influencia de su padre – en un contexto histórico diferente: la
necesidad de renovaciones en la administración, aunque con la presencia de un
rey; el acercamiento ideológico y social entre españoles y franceses; la
Francia de aquel período como modelo cultural y
político:
“Muchos ilustrados herederos de tiempos pasados, y cuyo
programa común consistió en el monarquismo, las reformas y el repudio de la
revolución, encontraron en José I motivos para la esperanza. La tradición
histórica de alianzas entre España y Francia y la supuesta imposibilidad de
vencer a Napoleón fueron otros tantos motivos para colaborar con su hermano.
Más que colaboracionistas los afrancesados quisieron ser mediadores entre los
franceses y los españoles con un programa muy semejante al del despotismo
ilustrado que luego se encarnó en algunos liberales moderados” (Martín et al
20).
Elemento
imprescindible para el estudio de
las ideas de Larra es la influencia del neoclasicismo en su obra. Herencia cultural del
siglo XVIII que se inspira en la
Antigüedad Clásica, el neoclasicismo dicta en las artes el orden, la simetría,
la armonía, la medida y la geometría. Sin embargo, se trata de un movimiento
elitista que aspira educar, pero sólo a aquellos individuos que tienen los
necesarios recursos económicos; de ahí que no se dirija al pueblo llano, sino a
los estratos más altos de la sociedad. En este punto, Larra intenta una
innovación: con sus artículos particulares no trata de instruir sólo a aquellos
de sus lectores que puedan reflexionar profundamente sobre su argumentación
lógica, ni sólo a los adinerados, sino también a aquellos individuos que no
resultan ser aptos o deseosos de tomar en serio sus ideas tal como
indirectamente admite en palabras de Fígaro huyendo de la casa de Braulio:
“Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a
despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no
son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo
entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando
ven las cosas de tan distinta manera” (Larra, El castellano).
A principios del
siglo XIX, España vive un período de conflictos militares y sufre
una derrota grave en Trafalgar en el año 1805 por la flota británica de Nelson
que logra destruir las naves españolas y francesas. La monarquía española
pierde la capacidad de proteger sus posesiones americanas. La destrucción naval
pone fin al monopolio español y la situación económica del país se empeora. Con
el paso del tiempo y hasta 1830, España es prácticamente reducida a sus
territorios actuales. En 1808, Napoleón Bonaparte invade España. La reacción de
los españoles es inmediata con el levantamiento de 2 de mayo que da inicio a la
guerra de la Independencia española (1808-1814). Napoleón nombra a su hermano
José Bonaparte rey de España, quien se hace cargo oficialmente del trono
español el 25 de julio de 1808. Unos meses más tarde, en marzo de 1809, nace
Mariano José de Larra. En 1812, la Constitución de Cádiz garantiza la monarquía
constitucional y la separación de poderes. Dos años más tarde, en 1814,
Fernando VII sube al trono español. Rey absolutista y católico, Fernando persigue
a los liberales y abole la Constitución de Cádiz. A partir de 1820 empieza el
Trienio Liberal. Una característica de este período es el anticlericalismo
manifestado en las persecuciones de religiosos, así como en la apropiación
violenta y la consecuente privatización de las tierras eclesiásticas. Pérez
subraya que al mismo tiempo “Los estamentos privilegiados – la nobleza y el
clero – se sentían amenazados por las medidas sobre los bienes de manos muertas
y por la supresión de los derechos señoriales” (413). Estas medidas resultaron
ser beneficiosas sólo para los adinerados y la burguesía liberal. No hay que
extrañarse, entonces, de la postura de varios clérigos a favor de los carlistas
una década después, como consecuencia de un pasado desagradable y muy reciente.
Los liberales restauran la Constitución de Cádiz; sin embargo, este cambio no
va a durar mucho tiempo. En 1823, tras la invasión del ejército francés, los
Cien Mil Hijos de San Luis, Fernando VII se rehabilita como rey de España y
permanece en el trono hasta 1833.
En agosto de
1832, Larra se dedica al periodismo de crítica social con El Pobrecito Hablador, periódico suyo, en el cual se presenta como El
Bachiller don Juan Pérez de Munguía. Es de esta etapa “El castellano viejo”,
artículo costumbrista en el que presenta a sus lectores escenas de la vida
burguesa de Madrid con ocasión de un convite. El periodista español critica el
nivel cultural de los convidados que no va a la par de su puesto social, así
como la consecuente indiferencia de ellos por el desarrollo del país. Tal como
observan Gómez Baceiredo y López Pan: “Este divertidísimo texto esconde un
ataque feroz a la burguesía española, culpable, según [Larra], de impedir el
progreso que disfrutaban en otros países europeos” (37). Aunque Larra se siente
español por los cuatro costados y
participa activamente en el
debate sobre varios asuntos del país, tiene distinta mentalidad a la mayoría de
sus compatriotas. Sus reflexiones sobre España representan, obviamente, el modo
de vivir y pensar de una minoría burguesa, refinada y
liberal. Durante el reinado de Fernando VII, el periodista se ve obligado por
la censura de la imprenta a reprimir su deseo de manifestar su oposición al
régimen político. Se limita, en consecuencia, a un intento de reforma indirecta
a través de la revelación de los aspectos negativos del ambiente social que lo
rodea; de ahí que, en “El castellano viejo”, Larra elija varias circunstancias
de la sociedad española que trata con humor para sacar a la luz el atraso
cultural de España en comparación con los países desarrollados de Europa. José García
López confirma que “fue Larra hombre de refinada elegancia, lo que nos explica
en parte su actitud crítica frente a la sociedad de la época” (480). Sin
embargo, Larra no siente repugnancia por sus compatriotas, sino que intenta ser
reformador de todo lo que él considera caduco, de aquellas costumbres tradicionales
que impiden el progreso y la modernización de su país. Lo que se esconde detrás
de la ironía es, en realidad, un dolor profundo por la condición de España, “un
dejo amargo que revela el desesperanzado pesimismo del autor” (482).
En estos años en
que se inicia Larra como escritor la postura del rey Fernando hacia los
liberales se hace más moderada, sin que eso signifique una transformación
sustancial en lo referente al objetivo principal del monarca de asegurar su
reinado, tal como subraya Lorenzo-Rivero:
“El 29 de marzo de 1830 con la Pragmática Sanción
Fernando VII abolió la ley Sálica [que no permitía a una mujer la sucesión al trono],
introducida por Felipe V, el primer monarca Borbón en España, que con ella
había cimentado las bases del Antiguo Régimen. La acción fernandina parecía un
primer paso hacia la libertad, pero solapadamente mantenía el sistema de
gobierno absoluto de un soberano por derecho divino” (337).
De todos modos,
este cambio de postura les disgustó a varios absolutistas fieles al Antiguo
Régimen, que en la figura del hermano de Fernando VII, Don Carlos María Isidro,
veían al nuevo pretendiente a la corona española. El 29 de septiembre de 1833 Fernando
VII murió y pronto estalló la Primera Guerra Carlista a causa del desacuerdo
sobre la sucesión legítima al trono español. Carlos María Isidro y sus
partidarios negaron a aceptar la legitimidad de la reina Isabel II, hija del
rey fallecido, que en aquel momento fue menor de edad. La decisión de Fernando
VII otorgaba a Isabel II el derecho de reinar, aunque en un principio fue su
madre María-Cristina de Borbón la que ejerció el poder. Finalmente, los
partidarios de Isabel II ganaron la guerra. La nueva reina, en quien los
liberales habían puesto sus esperanzas, permaneció en el trono español hasta 1868.
Este conflicto va a ser una fuente inagotable para que
Larra exprese sus pensamientos políticos. En noviembre de 1832, empieza a
trabajar como crítico de teatro en La
Revista Española. Pocos meses después, el 14 de marzo de 1833, El Pobrecito Hablador cesa de
publicarse. En La Revista Española,
Larra elige varios cuadros costumbristas de la sociedad española para iniciar
un nuevo periodo de crítica literaria y política firmando sus artículos como Fígaro.
Una vez muerto Fernando VII, el periodista español se compromete con la
desaparición del absolutismo a favor del liberalismo. Anticarlista sin duda
alguna, en sus artículos de contenido político de aquel período, Larra se burla
de los partidarios del pretendiente al trono, Carlos María Isidro, como
representantes de una España atrasada y anquilosada en el pasado; de ahí que en
“Nadie pase sin hablar al portero, o los viajeros en Vitoria” ataque fuertemente
el carlismo. Así que se pone a ocuparse más de la realidad política de España y
exteriorizar su preocupación esencial por el futuro del país, de ahí en
adelante sin temor a la censura. Sobre este cambio de actitud, Alma Amell
señala:
“Lógico es que Larra, al comenzar un nuevo año que abre
las puertas a una sucesión que favorecerá las ideas liberales y que además se
ve próxima debido a la salud del rey, vaya abandonando su realismo moderado
para inclinarse hacia un liberalismo cada vez más avanzado. A lo largo de 1833
el escritor va prestando más atención a la política en sus artículos” (57).
La noche del 13 de febrero de 1837, Larra pone fin a su
vida en Madrid. Poco tiempo antes de su suicidio, Dolores Armijo, su ex-amante,
visita al periodista en su casa de la calle de Santa Clara informándole que
regresa definitivamente a su esposo. La declaración es la gota que colma el
vaso. El desenlace trágico de la vida de Larra es la conjunción de dos
factores: por un lado, el desengaño amoroso; por otro, la
desesperación vital que le produce la concienciación de que España no se ha
evolucionado tal como él esperaba.
A partir de entonces su obra se queda casi al margen de
la historia literaria española hasta que, a finales del siglo XIX, los miembros
de la generación de 98 redescubren a Larra y lo transforman en punto de
referencia de su escepticismo sobre el país. En 1901, Azorín, Miguel de Unamuno
y Pío Baroja rinden un homenaje al lugar de entierro (el cementerio de San
Nicolás, Madrid) de una figura particular de las letras españolas que planteó
de modo único el tema de las dos Españas. Desde aquel entonces el periodista
español no ha dejado de inspirar a varios pensadores y literatos de
generaciones posteriores. Alma Amell ofrece un fragmento del drama La detonación (1976) de Buero Vallejo,
donde se manifiesta claramente el anhelo del dramaturgo español de transmitir
el mensaje de Larra en el debate actual:
“Pero nosotros siempre hemos sido muchos, y ahora lo
empezamos a comprender. Es curioso. Tantos disparos y cañonazos que he oído en
mi vida, apenas los recuerdo. Y aquella detonación que casi no oí, no se me
borra... Y ¡se tiene que oír, y oír, aunque pasen los años! ¡Como trueno...que
nos despierte!” (72).
Amell, Alma.
La preocupación por España en Larra.
Madrid, Editorial Pliegos, 1990.
Durán, Juan Guillermo.
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https://repositorio.uca.edu.ar/bitstream/123456789/7572/1/regalismoborbonico-visperas-revolucion-mayo.pdf.
García López, José. Historia de la literatura española. 20ª
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Gómez Baceiredo,
Beatriz, y López Pan, Fernando. “Mariano José de Larra.” Diez articulistas para la historia de la literatura española,
dirigido por Teodoro
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Larra,
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